Salí de la casa. Había dejado de llover. El viento me apartó bruscamente el pelo de la cara y enfrió mis ideas, debía largarme de allí. Tenía el mando que abría el gran portón metálico, lo saqué del bolsillo de la chupa y justo en el momento en que iba a pulsar el botón que me llevaría hacia la libertad, algo negro se abalanzó sobre mí. Poco me costó percatarme de que era un Rottweiler furioso. "Maldito Joaquín, ¿no quieres que tu brujita desaparezca eh?" pensé mientras me quitaba al animal con una patada de encima. El perro no iba a darse por vencido fácilmente, saltó y consiguió tumbarme en el césped. Sus dientes estaban afilados y me echaba el aliento caliente combinado con las babas en la jeta. Me entró la risa. Sí, aunque parezca ridículo empecé a descojonarme como una auténtica imbécil.
Me reía a carcajadas mientras esquivaba los mordiscos del Rottweiler, a él la situación no parecía hacerle ninguna gracia.
Justo en ese momento me percaté de dos cosas: no era un perro, era una perra y Joaquín no estaba muerto. Al parecer no había llegado a romperle el cráneo, mi agresiva imaginación me solía jugar malas pasadas. Joya se apartó. Era una sumisa, no tenía nada que ver conmigo, por eso no nos llevábamos bien.
A ricitos de oro le sangraba la cabeza, mucho, aquello parecía una fuente, era digno de admirar el hecho de que todavía pudiese mantenerse en pie y no haber perdido el sentido del humor.
Antes de que me respondiese apreté el botón del mando y el portón comenzó a abrirse. La perra ladraba como una loca, estaba fuera de sí.
Se colocó detrás de mí y apretó mi espalda contra su pecho. Tapó mi boca con su mano derecha y con la otra me arrebató el mando y lo lanzó lejos de nosotros. Joya empezó a ladrar al mando, era muy tonta.
La puerta metálica ya estaba abierta de par en par, pronto empezaría a cerrarse de nuevo, tenía que darme prisa si quería escapar. Oí como Joaquín se bajaba la bragueta. Me rompió las medias.
Se tiró al suelo, no paraba de gritarme y maldecirme, decía algo de sus huevos, yo ni siquiera le escuchaba. Cogí el mando y salí a la calle, pero justo en el último momento la perra clavó sus dientes en mi bolso. No me dejaba marchar. Estábamos invadiendo la trayectoria del portón así que los detectores de seguridad provocaron que la puerta se volviese a abrir. Joaquín se estaba incorporando, así que tuve que soltar el bolso y dejarlo en manos de Joya. Mi documentación, mi móvil, mis llaves y mi dinero ya eran historia. Una vez fuera pulsé el botón de cerrar y empecé a correr por el asfalto todavía mojado. Poco después escuché a Joaquín gritar:
Me reí para mis adentros, estaba casi tan loco como yo, no era un mal tipo. Lo que nunca me hubiese imaginado era que tenía razón, que volveríamos a encontrarnos años después, aunque fuese en unas circunstancias muy distintas.
- ¡Quita chucho, que me estás empapando! ¡El pervertido de tu amo me seca la camiseta y ahora tú me haces esto? ¡sois los dos igual de perros! ¡jajajajaja!
Me reía a carcajadas mientras esquivaba los mordiscos del Rottweiler, a él la situación no parecía hacerle ninguna gracia.
- ¡Eh! ¡Eh! ¡Joya, es suficiente! ¡Yo me ocupo de ella!
Justo en ese momento me percaté de dos cosas: no era un perro, era una perra y Joaquín no estaba muerto. Al parecer no había llegado a romperle el cráneo, mi agresiva imaginación me solía jugar malas pasadas. Joya se apartó. Era una sumisa, no tenía nada que ver conmigo, por eso no nos llevábamos bien.
- Tu perrita es una joya Joaquín, trata a los invitados de maravilla - le dije mientras me incorporaba.
- Sabe como detectar a una auténtica zorra...
A ricitos de oro le sangraba la cabeza, mucho, aquello parecía una fuente, era digno de admirar el hecho de que todavía pudiese mantenerse en pie y no haber perdido el sentido del humor.
- ¿Te he hecho daño? - le pregunté poniendo unos forzados y burlones morritos tristes.
Antes de que me respondiese apreté el botón del mando y el portón comenzó a abrirse. La perra ladraba como una loca, estaba fuera de sí.
- No brujita, el daño te lo voy a hacer yo a ti.
Se colocó detrás de mí y apretó mi espalda contra su pecho. Tapó mi boca con su mano derecha y con la otra me arrebató el mando y lo lanzó lejos de nosotros. Joya empezó a ladrar al mando, era muy tonta.
La puerta metálica ya estaba abierta de par en par, pronto empezaría a cerrarse de nuevo, tenía que darme prisa si quería escapar. Oí como Joaquín se bajaba la bragueta. Me rompió las medias.
- Espera, quiero que me beses, quiero sentir tus labios - me dijo mientras apartaba su mano de mi boca y me forzaba a colocarme frente a él.
- ¿Sabes que estoy enamorándome de ti no? - le pregunté mientras me mordía ligeramente el labio inferior.
- Estás loca. Y eso me encanta.Le cogí de la nuca y le morreé. Escuché como la puerta se empezaba a cerrar. Era el momento. Le mordí la lengua con todas mis fuerzas hasta sentir el corte. Me dio un empujón muy brusco, me costó mantener el equilibrio.
- No sabes lo que has hecho, no sabes las consecuencias de ir de listilla por la vida, no tienes ni idea de con quien te estás metiendo.
- El que no tiene ni idea de con quien se está metiendo eres tú - le grité al tiempo que le daba una patada en la entrepierna.
Se tiró al suelo, no paraba de gritarme y maldecirme, decía algo de sus huevos, yo ni siquiera le escuchaba. Cogí el mando y salí a la calle, pero justo en el último momento la perra clavó sus dientes en mi bolso. No me dejaba marchar. Estábamos invadiendo la trayectoria del portón así que los detectores de seguridad provocaron que la puerta se volviese a abrir. Joaquín se estaba incorporando, así que tuve que soltar el bolso y dejarlo en manos de Joya. Mi documentación, mi móvil, mis llaves y mi dinero ya eran historia. Una vez fuera pulsé el botón de cerrar y empecé a correr por el asfalto todavía mojado. Poco después escuché a Joaquín gritar:
- ¡Arrieros somos y en el camino nos veremos! ¡Hasta que la vida nos vuelva a unir, maldita bruja!
Me reí para mis adentros, estaba casi tan loco como yo, no era un mal tipo. Lo que nunca me hubiese imaginado era que tenía razón, que volveríamos a encontrarnos años después, aunque fuese en unas circunstancias muy distintas.