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jueves, 12 de diciembre de 2013

Capítulo 6: La buena vida.

 Me desperté o tal vez resucité, en una cama desconocida. Los rayos de luz atravesaban la ventana e iluminaban la pequeña habitación.  Una silla rebosaba ropa sucia, o tal vez limpia. Había un póster enorme de Bob Marley cubriendo la pared de lado a lado. Ah, sí. Estaba en casa del porreta, de Omar. Me rujió el estómago. Tenía hambre, demasiada hambre. Me levanté de golpe y salí al pasillo en busca de la cocina. Mis pies descalzos se helaban a cada paso. Llevaba una camiseta grande a modo vestido, sería de él. No me costó encontrar la cocina, era pequeña, como el resto de la casa. Abrí la nevera, estaba medio vacía. Cogí una tableta de chocolate y la partí por la mitad. Me apoyé en la encimera y empecé a zampar. El fregadero estaba lleno de platos sucios y del cubo de basura sobresalía la esquina de una caja de cartón de una pizza. Poco tardé en terminar de comer, después me lamí los dedos, aunque se me quedaron algo pegajosos. Y entonces fue cuando le escuché. Me dirigí a la sala de estar lentamente, con pasos de gatita, intentando hacer el menor ruido posible. La puerta estaba entornada, me asomé. Omar estaba sentado en su sillón de mierda y tocando una guitarra de mierda. Pero la canción era buena. Era lo único bueno de todo. Del mundo en general. Era lo mejor que había vivido la humanidad hacía mucho tiempo. Entonces me vio y paro en seco. Yo entré en escena.

- Nunca dejes de hacer algo que haces bien - le dije mientras me sentaba a su lado.

Él no dijo nada.  Después guardó la guitarra en una funda y la dejó apoyada en la pared. 

- No te metí mano. 
- Ya se que no me metiste mano, ¿me desmayé y me llevaste a tu cama no?
- La camiseta es mía, te la puse yo.
- Sé que no te has aprovechado de mí, eres demasiado distante. 
 -¿Te vas a ir? 
- Sí, dentro de nada. 

Se levantó y a los dos minutos volvió con una sudadera suya, mi minifalda, mis botas y mis medias rotas.

- Si quieres pantalones te los tendrás que comprar, no creo que te vengan los míos - me dijo.

Y entonces sonrió por segunda vez. Me lanzó su sudadera. Me quité la camiseta y me la puse, después la minifalda y las medias, todo delante de él. Hizo como si no mirara, pero yo sabía que sí. Finalmente me enfilé las Martens. Me dejé mi chupa y mi camisa de encaje allí, así tendría excusa para volver en caso de que fuese necesario. Me levanté y me despedí:

- Bueno pues me voy, ha sido breve pero intenso.

Le di la espalda y crucé el marco de la puerta.

- Nina - me llamó. No me lo esperaba.

Me giré y le miré sorprendida. Y la vi. Vi esa mirada en sus ojos.

- Cuídate - me dijo. 
Le sonreí.

- No te enamores de mí, Omar.

Él no me dijo nada y yo salí de su casa. Bajé las escaleras y llegué a la calle. Había poca gente, sería temprano.

- ¡IMPOSIBLE!

Miré hacia arriba y vi a Omar asomado al balcón.

- ¡¿QUÉ ES IMPOSIBLE?! - le grité.
- ¡IMPOSIBLE ES NO ENAMORARSE DE TI!

Qué buena era mi vida, joder.

domingo, 17 de noviembre de 2013

Capítulo 5: Omar y Maríha

El tío se llamaba Omar. Vivía en un piso pequeño y sucio. Oscuro. Cualquiera que viviese allí querría suicidarse o se haría escritor. Sí, la escritura y el suicidio se parecen, aunque no sé exactamente en qué. O a lo mejor sí. Había un pasillo estrecho, al fondo el salón. Un sofá negro de cuero viejo, o quizás imitación al cuero. Destrozado pero utilizable. No había televisión y olía a porro. 

- No tienes tele.
- No.

Tampoco me importaba demasiado la razón, así que no indagué. En realidad aquel desconocido me importaba una mierda, al igual que le importaría yo. Teníamos mucho en común.  
Me senté en el sofá, más bien me tiré sobré él, estaba reventada, la violencia y adrenalina  de aquel día me estaban ya pasando factura, estoy loca, pero no tanto.

Omar se fue. Yo aproveché para quitarme la chupa y acomodarme. No sabía que iba a hacer el día siguiente y eso me llenaba. Me sentía viva. Cerré los ojos y eché mi cabeza hacia atrás. Sonreí, me encantaba sonreír. A los pocos minutos noté que el sofá se hundía a mi derecha, así que abrí los ojos. Omar se había sentado y tenía el grinder y la maría ya en su mano. 

- ¿te vas a fumar un porro?
- ¿siempre piensas en voz alta?
Me callé. Con ese tío era imposible mantener una conversación, una pena, porque yo adoro hablar. Era un poco gilipollas pero me caía bien. Mientras se liaba el porro empecé a pensar. No había televisión así que no tenía nada mejor que hacer que pensar. Tal vez me quitaría la tele de mi piso, sí, la iba a tirar por la ventana en cuánto volviese. Bueno, a lo mejor no iba a volver. No, no iba a volver, al menos en mucho tiempo. Era hora de dejar de sobrevivir, de empezar a vivir.  

Después de prensar el porro, lo encendió y le dio una calada. Le miré fijamente los labios, los tenía bonitos. 

- ¿Quieres?
- Sí.

Lo cogí y le di una calada. Nunca lo había probado, así que ya era hora de hacerlo. Me tragué el humo y esperé un rato, después lo eché. Noté como mis músculos se relajaban. Se lo pasé. Él le dio dos caladas fuertes y me lo tendió. Tenía los ojos rojos. Yo le di otra, más profunda que la anterior. Cuando se lo pasé me di cuenta de que me empezaban a pesar los párpados y eso me hacía gracia. Me empecé a reír. Y fumamos hasta que se acabó. Yo no podía parar de reír y él estaba medio sobado. Un hormigueo recorría mis manos. Seguí riéndome hasta que él se despejó y empezó a reírse.

- ¿Es tu primera vez o qué?

Yo intenté contestarle pero me di cuenta de que no podía. El hormigueo me había llegado a los labios y no podía articular palabra, sólo podía reírme. Me acosté en el sofá y empecé a darle patadas juguetonas.

- Madre mía, como se te va la pinza - me dijo mientras me cogía de los pies. 
El hormigueo se fue propagando hasta que no sentía mi cuerpo. Entonces me di cuenta de que algo en mí no iba bien. Me caí del sofá y perdí el conocimiento. Oscuridad.

sábado, 23 de marzo de 2013

Capítulo 4: Autoestop

Anduve o andé, todavía no lo tengo muy claro, pero avancé. Siempre se avanza andando.  El asfalto estaba empapado y todo olía a perro mojado . Estaba sola y joder, bendita soledad. Era libre, completamente libre. No tenía móvil, no tenía llaves, ni siquiera dinero, pero me sentía sospechosamente bien. Claro que de libertad no se vive y debía encontrar un medio para llegar a casa, al menos a la ciudad. AUTOESTOP. La palabra me vino a la cabeza de repente y eso era lo que iba a hacer. Siempre me he guiado por mis impulsos, siempre, y mi extravagante personalidad es fruto de ello. No sé exactamente quién soy, pero sé que algún día seré alguien importante: soy una estrella, pero todavía nadie se ha dado cuenta. 

Me paré en el arcén de la carretera y levanté el dedo pulgar.  Nadie paraba. Pasaba un coche cada dos minutos aproximadamente. Estaba anocheciendo, pero todavía había algo de luz. Me veían. Me veían y no paraban y eso me cabreaba. No iban muy rápido, así que decidí colocarme en medio de la carretera. Un Polo blanco con música Reggae a todo volumen se dirigía hacia a mí a una velocidad considerable. Intentó esquivarme pero yo todo el tiempo me interponía en su camino. Tragué saliva, por un momento pensé que no iba a frenar, pero lo hizo. De golpe. Se me erizó la piel. Tocó el claxon repetidas veces. Le miré a través del cristal delantero. Era un tío joven. Abrió la puerta y entonces pude reconocer que la canción que escuchaba era "Tú eres como el fuego" de Morodo. Un coche se acercaba, como invadíamos su trayectoria, nos adelantó por el carril izquierdo y al pasar el viejo que lo conducía grito: "¡CAPULLOS, NO OS PODÉIS QUEDAR AHÍ PARADOS!".  Ninguno de los dos se inmutó a causa de aquel comentario.

El chaval parecía tranquilo, era muy delgado y alto. Se acercó a mí y me susurró al oído:
- No tengo dinero.
- ¿Que dices? No quiero dinero, quiero que me lleves a la ciudad.
- Pero ¿no eres puta?
Quizás el rímel corrido y las medias rotas ayudaban a su deducción, así que no se lo tuve en cuenta.
- He tenido algún que otro percance.  Déjame subir en tu coche, por favor.
Me sonríó, tenía un diente partido. Me indicó con la mano que le siguiese, abrió la puerta del copiloto y él, rodeando el capó, paso a la otra parte del vehículo y se sentó tras el volante. Los dos cerramos las puertas a la vez. Paró la música y arrancó. El interior del coche olía a porro.
- ¿A qué te dedicas?
- No te incumbe - me contestó el muy imbécil. 
- Ah.  

El resto del trayecto lo pasamos callados. Cuando llegó al barrio donde vivía aparcó. Quitó las llaves del coche y se quedó mirándome fijamente, tenía los ojos achinados.

- ¿Puedo pasar la noche en tu piso? - le pregunté.
- Claro.