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sábado, 23 de marzo de 2013

Capítulo 4: Autoestop

Anduve o andé, todavía no lo tengo muy claro, pero avancé. Siempre se avanza andando.  El asfalto estaba empapado y todo olía a perro mojado . Estaba sola y joder, bendita soledad. Era libre, completamente libre. No tenía móvil, no tenía llaves, ni siquiera dinero, pero me sentía sospechosamente bien. Claro que de libertad no se vive y debía encontrar un medio para llegar a casa, al menos a la ciudad. AUTOESTOP. La palabra me vino a la cabeza de repente y eso era lo que iba a hacer. Siempre me he guiado por mis impulsos, siempre, y mi extravagante personalidad es fruto de ello. No sé exactamente quién soy, pero sé que algún día seré alguien importante: soy una estrella, pero todavía nadie se ha dado cuenta. 

Me paré en el arcén de la carretera y levanté el dedo pulgar.  Nadie paraba. Pasaba un coche cada dos minutos aproximadamente. Estaba anocheciendo, pero todavía había algo de luz. Me veían. Me veían y no paraban y eso me cabreaba. No iban muy rápido, así que decidí colocarme en medio de la carretera. Un Polo blanco con música Reggae a todo volumen se dirigía hacia a mí a una velocidad considerable. Intentó esquivarme pero yo todo el tiempo me interponía en su camino. Tragué saliva, por un momento pensé que no iba a frenar, pero lo hizo. De golpe. Se me erizó la piel. Tocó el claxon repetidas veces. Le miré a través del cristal delantero. Era un tío joven. Abrió la puerta y entonces pude reconocer que la canción que escuchaba era "Tú eres como el fuego" de Morodo. Un coche se acercaba, como invadíamos su trayectoria, nos adelantó por el carril izquierdo y al pasar el viejo que lo conducía grito: "¡CAPULLOS, NO OS PODÉIS QUEDAR AHÍ PARADOS!".  Ninguno de los dos se inmutó a causa de aquel comentario.

El chaval parecía tranquilo, era muy delgado y alto. Se acercó a mí y me susurró al oído:
- No tengo dinero.
- ¿Que dices? No quiero dinero, quiero que me lleves a la ciudad.
- Pero ¿no eres puta?
Quizás el rímel corrido y las medias rotas ayudaban a su deducción, así que no se lo tuve en cuenta.
- He tenido algún que otro percance.  Déjame subir en tu coche, por favor.
Me sonríó, tenía un diente partido. Me indicó con la mano que le siguiese, abrió la puerta del copiloto y él, rodeando el capó, paso a la otra parte del vehículo y se sentó tras el volante. Los dos cerramos las puertas a la vez. Paró la música y arrancó. El interior del coche olía a porro.
- ¿A qué te dedicas?
- No te incumbe - me contestó el muy imbécil. 
- Ah.  

El resto del trayecto lo pasamos callados. Cuando llegó al barrio donde vivía aparcó. Quitó las llaves del coche y se quedó mirándome fijamente, tenía los ojos achinados.

- ¿Puedo pasar la noche en tu piso? - le pregunté.
- Claro. 

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